Cómo entender la actitud imperialista de Rusia hacia Ucrania
El 24 de febrero de 2022, el Kremlin lanzó una "operación militar especial" con el objetivo declarado de eliminar por completo la independencia de Ucrania como Estado y sociedad. La decisión tomada por el presidente ruso Vladimir Putin sorprendió a muchos observadores, ya que pocos expertos habían anticipado un escenario semejante. Sus predicciones se vieron frecuentemente nubladas por la creencia predominante de que Rusia no tenía "motivaciones objetivas" para emprender una guerra de esta magnitud. Poco después, cuando las fuerzas rusas cercaron Kíiv, aquellos que inicialmente habían defendido que esas tropas no cruzarían la frontera ucraniana comenzaron a argumentar que Rusia simplemente no tenía otra alternativa. Afirmaron que la invasión se debía a la presión ejercida por "Occidente".
Los partidarios de este punto de vista adoptan, a veces inconscientemente, un enfoque neorrealista de las relaciones internacionales. Este enfoque se sustenta en varios principios fundamentales, uno de los cuales postula que los Estados son actores racionales que operan en un mundo hostil y despiadado, donde no existe ninguna autoridad que los proteja de los demás; por ende, buscan maximizar sus posibilidades de supervivencia. Desde esta perspectiva, el Estado ruso actuaba como un actor racional, y la guerra representaba una respuesta lógica a las amenazas objetivas del exterior. La invasión de Ucrania era, por lo tanto, una reacción a la "expansión" de la OTAN, percibida como un peligro real para Rusia. Si no hubiera sido así, ¿por qué Putin habría iniciado un conflicto que podría implicar a todo Occidente? Según este razonamiento, la escala de la agresión militar rusa debe corresponder a la gravedad de la amenaza percibida; de lo contrario, la decisión de Putin sería irracional y, por tanto, imposible de explicar.
En este punto, es relevante señalar la adhesión de Finlandia y Suecia a la OTAN en 2023, lo que duplicó la longitud de la frontera de la organización con Rusia. Resulta aún más interesante observar la ausencia de informes sobre cualquier presencia militar rusa a lo largo de esta nueva frontera. Si Rusia realmente considera a la OTAN como una amenaza, ¿por qué no se observa una concentración de tropas rusas o propaganda que presente a Finlandia como una amenaza militar y a los finlandeses como enemigos? Está claro que la adhesión de Finlandia a la OTAN, a pesar de sus 1.340 km de frontera con Rusia, no parece preocupar demasiado a Putin. En cambio, Ucrania, que en aquel momento no era oficialmente candidata a unirse a la OTAN, fue percibida como un país tan hostil que debía ser destruido militarmente. Esta disparidad en el tratamiento plantea interrogantes sobre las razones subyacentes a esta diferencia.
No es ninguna sorpresa que los defensores del análisis neorrealista, al enfocarse exclusivamente en la estructura del sistema internacional, tienden a subestimar el impacto de los factores nacionales internos en el comportamiento de los Estados a nivel global. Cuando Rusia invadió Ucrania, los partidarios de este punto de vista se esforzaron por dar sentido a la situación, recurriendo a explicaciones que surgieron después del suceso y que se alineaban con su teoría en lugar de reconocer las realidades fácticas. Pero las implicaciones políticas de esta arraigada mentalidad son demasiado importantes como para ignorarlas o dejarlas sin respuesta.
Desde nuestro punto de vista, para comprender completamente las motivaciones detrás de la agresión rusa hacia Ucrania, es crucial analizar la dinámica interna de la política rusa. Esto implica examinar cómo se ejerce el poder entre el Estado, los actores económicos y la sociedad en Rusia, así como la influencia de las ideologías y, de manera más general, de los imaginarios. Como sostiene Alexander Wendt, uno de los principales investigadores del constructivismo social en el ámbito de las relaciones internacionales, los actores actúan en relación con los objetos según los significados que éstos tienen para ellos. La ideología influye significativamente en la forma en que las élites políticas perciben sus intereses, especialmente dentro de regímenes autoritarios como el de Putin en Rusia, donde se monopoliza la información.
Conviene recordar que la Rusia de Putin no siempre ha adoptado una postura hostil hacia Occidente. Inicialmente, el presidente se mostró abierto a la cooperación, llegando incluso a establecer asociaciones con la OTAN y a participar en maniobras militares conjuntas. Algunos sostienen que las élites rusas realmente aspiraban a integrar su Estado en la comunidad internacional, pero se vieron decepcionadas por un Occidente arrogante y hostil. Sin embargo, creemos que la voluntad declarada de Putin de cooperar con Occidente en aquel momento podría compararse mejor con la de un grupo criminal que busca establecer conexiones con las fuerzas del orden corruptas.
A principios de la década de 2000, Putin buscaba consolidar su dominio en el espacio postsoviético compuesto ahora por las naciones independientes de la antigua Unión Soviética. Como contrapartida, estaba dispuesto a ofrecer una especie de "soborno" a los "policías" occidentales, cuya hegemonía aún no desafiaba. Esto incluía la venta de combustibles fósiles a precios de ganga, la apertura del mercado ruso a la inversión extranjera, así como la inyección de cuantiosos fondos, a menudo de origen oscuro, en empresas occidentales. Hasta cierto punto, los europeos aceptaron estos acuerdos: el dinero ruso circuló por los circuitos financieros sin que se cuestionara mucho su procedencia, mientras que el gas y el petróleo llagaron a los nuevos oleoductos. Líderes de la época, como el canciller alemán Gerhard Schröder, el presidente francés Nicolas Sarkozy o el primer ministro italiano Silvio Berlusconi, adoptaron posturas conciliadoras. Sin embargo, lograr el monopolio absoluto del patio trasero postsoviético resultó complejo. Estados Unidos no se implicó tanto en este acuerdo como la Unión Europea. Moscú tampoco logró ofrecer a sus vecinos un modelo de cooperación verdaderamente beneficioso para ambas partes: los mafiosos locales en el poder en las antiguas repúblicas soviéticas han tenido dificultades para percibir los beneficios de someterse a Rusia, un cártel mafioso mucho mayor y más depredador. Además, la población de estos países ha expresado regularmente su descontento con los líderes autocráticos y corruptos respaldados por Putin. En resumen, Putin no consiguió establecer mecanismos eficaces para mantener el control sobre lo que él percibía como la esfera de influencia tradicional rusa.
En 2011, los ciudadanos rusos de a pie salieron a las calles para protestar contra el auge del autoritarismo: Putin había violado la Constitución y aspiraba a un tercer mandato presidencial. A partir de ese momento, las autoridades rusas comenzaron a promover una ideología que presentaba a Rusia rodeada de enemigos, siendo Putin el único capaz de proteger al país de esta amenaza existencial.
El control de las élites de Putin sobre la propia Rusia se veía ahora amenazado. En aquel momento, el régimen intentaba reprimir cualquier impulso democrático dentro y fuera del país. Dos años después, ante el fracaso de su proyecto de integración económica euroasiática, la revolución del Maidán en Ucrania y el declive de su legitimidad política en Rusia, el régimen había cambiado de un enfoque dirigido a atraer a las élites corruptas de los Estados de la antigua Unión Soviética a una estrategia de control directo de los territorios de los países vecinos, a menudo en detrimento de los intereses del sector privado ruso. Tras la revolución en Ucrania en 2014, Crimea fue anexionada y el ejército ruso se desplegó en la región del Donbás, en el este de Ucrania. El mensaje era claro: "Cualquier intento de derrocar un gobierno autoritario será severamente reprimido". En 2015, Rusia respaldó a Bashar al Assad en Siria, quien libraba una guerra brutal contra su propio pueblo. En 2020 y 2022, los dictadores de Bielorrusia y Kazajistán recibieron el respaldo ruso para reprimir violentamente los movimientos populares en sus países, donde la influencia de Occidente, especialmente de la OTAN, no era un tema en la agenda.
Pero, ¿por qué Ucrania se ha convertido en el principal objetivo de la agresión rusa? En primer lugar, Ucrania es uno de los pocos países del espacio postsoviético donde una revolución popular no ha sido seguida por el retorno al poder de fuerzas política y económicamente vinculadas a Rusia. Además, Ucrania es un país con el que los rusos de a pie comparten una gran proximidad cultural y lingüística. Si un país tan similar en tantos aspectos al suyo logra construir un Estado democrático y próspero, los rusos podrían preguntarse: "Si los ucranianos, gente como nosotros, no necesitan un Estado autoritario y represivo para llevar una vida normal, ¿por qué habríamos de necesitarlo los rusos?".
Además, Ucrania, que fue la segunda república soviética más poderosa después de Rusia, cuenta con considerables activos estratégicos, como su posición geográfica, tierras fértiles, recursos naturales, una industria relativamente desarrollada y una mano de obra cualificada. Las élites políticas rusas creen que integrar a Ucrania en una alianza con Rusia y Bielorrusia convertiría al bloque en una gran potencia en la política mundial. Putin evoca regularmente esta idea cuando se dirige a los ucranianos, subrayando que "juntos siempre hemos sido y seremos mucho más fuertes". Sin embargo, el afán por mantener el control sobre Ucrania tiene motivaciones mucho más profundas.
El presidente ruso cree firmemente que la identidad nacional diferenciada de los ucranianos es una construcción artificial creada por los enemigos. En su opinión, una vez separado de Rusia, el Estado ucraniano se convierte inevitablemente en una base estratégica para las fuerzas hostiles de Occidente, que lo utilizan "como ariete" para socavar a Rusia desde dentro mediante ideologías subversivas, obstaculizando así las aspiraciones de Rusia -es decir, de Putin- de ocupar el lugar que le corresponde en este mundo. Según este punto de vista, la Ucrania independiente, simplemente en virtud de su existencia política separada, se transforma en un "proyecto antirruso" y se convierte en una amenaza inmediata para la propia supervivencia de Rusia, que sólo puede perdurar como gran potencia.
Los argumentos "históricos" de este tipo esgrimidos repetidamente por Putin en sus discursos públicos no deben considerarse basura ideológica resultante simplemente de opciones políticas oportunistas. Tienen su origen en el imaginario colectivo forjado a lo largo del tiempo: el papel de Ucrania en la narrativa identitaria de las élites estatales rusas se forjó en el particular contexto histórico del siglo XIX.
De hecho, los dirigentes rusos de la época zarista creían que la asimilación de Ucrania era crucial para reforzar el poder exterior y garantizar la estabilidad interna del Estado ruso. En primer lugar, para competir con los imperios coloniales modernos que adoptaban políticas de nacionalización en sus "países de origen", Rusia también necesitaba crear y consolidar una comunidad "nacional", una nación rusa compuesta por eslavos orientales ortodoxos: gran rusos, pequeños rusos (ucranianos) y bielorrusos. La integración de los ucranianos en esta "nación" construida desde arriba se consideraba, por tanto, un paso esencial para aumentar el poder de Rusia en la escena internacional.
En segundo lugar, las élites zaristas pretendían preservar su régimen autocrático en un mundo perturbado por los movimientos democráticos, especialmente tras la agitación revolucionaria de 1848 que sacudió Europa. La rusificación de las poblaciones de la frontera occidental se consideró una forma de protegerlas de la influencia de ideologías subversivas, contribuyendo así a la estabilidad interna del régimen. En tercer lugar, como imperio continental en constante expansión, Rusia se enfrentaba a una escasez crónica de poblaciones leales capaces de poblar las regiones recién colonizadas de Asia y el Cáucaso. Por lo tanto, la asimilación de una vasta reserva demográfica de ucranianos se volvió crucial para mantener la cohesión de este heterogéneo imperio, ya que esta población eslava ortodoxa tenía que llenar las filas de potenciales colonos en un imperio en el que los rusos étnicos eran minoría.
La ideología actual del Estado ruso está fuertemente influenciada por el imaginario político nacionalista que tomó forma en el siglo XIX. Sigue basándose en la convicción de que la asimilación de los ucranianos a la "nación rusa" es una necesidad vital para la propia supervivencia del Estado ruso. Por lo tanto, es imposible entender la guerra de Rusia en Ucrania si nos limitamos a considerar únicamente los aspectos militares y económicos de la seguridad. Lo que está en juego principalmente es la seguridad ontológica de la élite dirigente rusa, en la que Ucrania ocupa una posición central en sus identidades y en sus representaciones del mundo.
Cada vez se oyen más argumentos que sugieren que, para poner fin a la guerra, "Occidente" debería abordar las preocupaciones de Rusia en materia de seguridad, como garantizar que Ucrania u otros países postsoviéticos nunca entren en la OTAN. Sin embargo, ¿qué nos lleva a creer que simplemente mantener a Ucrania fuera de la OTAN o incluso dividir su territorio apaciguará a Putin?
La existencia de una Ucrania independiente y democrática, ya sea dentro de sus fronteras internacionalmente reconocidas o significativamente reducidas, es inaceptable para un régimen cuyas clases dirigentes están convencidas de que Ucrania es una creación de enemigos que la utilizan como base para corromper a los rusos con ideas de derechos y libertades individuales y, de esta manera, destruir el cuerpo imperial de una Rusia milenaria.
Pero dejemos de lado todas las cuestiones morales y éticas y consideremos por un momento que la clave de la paz mundial reside en la aceptación del principio de que sólo las "grandes potencias" tienen derecho a la soberanía, mientras que las demás están destinadas a permanecer en la "esfera de influencia" de las grandes potencias, es decir, a seguir siendo colonias o neocolonias. Esto es lo que nos dicen, explícita o tácitamente, muchos expertos en relaciones internacionales y políticos "pragmáticos". Pero se plantea una cuestión crucial: ¿dónde termina la esfera de influencia rusa que se supone que debemos respetar?
Tenemos malas noticias. La esfera de influencia de la Rusia de Putin no conoce límites. Para las clases dirigentes de una "gran potencia" autocrática, que viven en constante temor a la revolución popular, la única forma de garantizar la seguridad es la expansión, a menudo desafiando las exigencias de una estrategia internacional "racional".
La ideología del Estado ruso y el imaginario de sus círculos dirigentes son elementos esenciales a tener en cuenta si queremos comprender la lógica que subyace a la invasión rusa de Ucrania y, sobre todo, si buscamos posibles soluciones para poner fin a este conflicto y garantizar una paz duradera en la región.
Traducido por Juan González
Publicado orginalmente el 24 de febrero de 2024