Democracia en peligro: la elección de Georgia en medio de los cambios globales de poder
Maia Barkaia
3 de febrero
de 2025
Desde el 28 de noviembre, una marea de gente fluye incesantemente por la céntrica avenida Rustaveli de Tiflis, con diversas corrientes de manifestantes que marchan de día y se funden en un poderoso torrente por la noche. Desde que recuperó la independencia en 1991, Georgia nunca había sido testigo de una movilización tan masiva sin un líder político al frente del movimiento. Algunos han intentado enmarcar las protestas como un conflicto entre el partido gobernante Sueño Georgiano y su oposición política, pero este es uno de esos raros momentos en los que son los ciudadanos, y no los políticos, los que lideran las protestas. En cuanto a la presidenta Salomé Zourabichvili, se la considera un puente para amplificar la voz del pueblo georgiano ante la comunidad internacional, al tiempo que busca apoyo para la política que defiende.
El movimiento actual encarna una lucha entre una realidad política brutal y cuerpos resistentes que se unen en protesta, unidos en su determinación de forjar solidaridades y reclamar el futuro de Georgia. ¿Cómo entender estas protestas sin precedentes? ¿Se trata de un clamor proeuropeo de la población contra un gobierno percibido como proclive a Rusia? ¿Es una lucha por los derechos democráticos, de los que han sido despojados por un creciente giro hacia el autoritarismo? ¿O forma parte de una «contienda geopolítica» entre grandes potencias mundiales? ¿Cómo utiliza el partido Sueño Georgiano los conceptos de soberanía y la descolonización en sus esfuerzos por consolidar su poder político?
En este artículo, me veo obligado a dirigirme a mis colegas, amigos y camaradas no georgianos para cuestionar varios análisis existentes sobre los acontecimientos que se están desarrollando en Georgia, al tiempo que emprendo la casi imposible tarea de explicar el contexto local. No haré referencia directa a las voces específicas a las que respondo, ya que estas reflejan una narrativa colectiva amplia y sintomática. Estas voces incluyen perspectivas de la izquierda, del Sur Global y de los defensores de la neutralidad, es decir, aquellos que afirman guiarse por un paradigma antiimperialista. En los párrafos siguientes, me referiré a esta narrativa colectiva como «campismo», describiendo a aquellos que ven el mundo dividido en campos o esferas de influencia en competencia, con las grandes potencias consideradas como los principales agentes de la historia. Tienden a ponerse del lado de cualquier potencia, incluidos los gobiernos autoritarios y aquellos con sus propias historias de agresión imperial, únicamente por oponerse a Occidente.
El 28 de noviembre, Sueño Georgiano, el partido que se alzó con la victoria en las elecciones del 26 de octubre, anunció la suspensión de las negociaciones de adhesión con la UE hasta 2028. Esta decisión sacudió, ante todo, las aspiraciones geopolíticas de los georgianos, y señaló un claro alejamiento del rumbo al que aspira la mayoría de los georgianos, el 81 % según las encuestas. Este anuncio fue la gota que colmó el vaso, pero no la única razón del actual descontento popular. Hay más historia que trataré en los párrafos siguientes. La respuesta del Gobierno a las protestas fue desproporcionada y represiva, con un uso generalizado de gases lacrimógenos, cañones de agua, detenciones extrajudiciales y palizas. Más de 460 manifestantes, entre ellos periodistas, han sido detenidos y 300 han denunciado haber recibido graves palizas y otras formas de maltrato. Incluso el Defensor del Pueblo de Georgia, a menudo acusado de parcialidad progubernamental, calificó la violencia policial bajo custodia de tortura.
Las reivindicaciones inmediatas de los manifestantes, respaldadas por la presidenta de Georgia, Salomé Zourabichvili, incluyen la celebración de nuevas elecciones libres y justas y la puesta en libertad de los manifestantes detenidos. A largo plazo, las reivindicaciones se basan en la convocatoria inmediata de nuevas elecciones e incluyen la revocación de las iniciativas legislativas promulgadas por el Gobierno en los dos últimos años para consolidar el poder del Sueño Georgiano y restringir la democracia, así como la exigencia de reafirmar el compromiso de Georgia con la integración en la UE.
Con las protestas como telón de fondo, se ha intensificado el ambiente de deterioro democrático, ya que el partido Sueño Georgiano ha introducido y aprobado apresuradamente en el Parlamento alarmantes enmiendas a varias leyes que afectarán gravemente al derecho a protestar. Entre ellas, los cambios en la Ley de la Función Pública simplifican el proceso de despido de los funcionarios, ya que permiten que se produzca en función de sus opiniones políticas. Los activistas sostienen que estos cambios violan los derechos laborales y aumentan el riesgo de persecución política en el sector público. Además, a los despedidos se les prohíbe solicitar la reincorporación a sus puestos, aunque un tribunal declare ilegal el despido, por lo que solo tienen derecho a tres meses de salario como indemnización. Antes de las enmiendas, el alcalde de Tiflis, Kakha Kaladze, amenazó públicamente a los empleados del Ayuntamiento de Tiflis que habían firmado una petición en contra de la decisión del partido Sueño Georgiano de suspender la integración en la UE. La semana pasada, incluso antes de que entrara en vigor la nueva ley, varios funcionarios que criticaron abiertamente al Gobierno fueron despedidos del Ayuntamiento de Tiflis.
Mientras continúan las protestas, el Sueño Georgiano ha introducido apresuradamente otro paquete de enmiendas a las infracciones administrativas que otorgan a la policía autoridad para detener a ciudadanos basándose únicamente en sospechas durante 48 horas. Según estas enmiendas, las personas pueden ser detenidas no por preparar o intentar cometer una infracción administrativa, sino por la mera sospecha de un agente de policía. Los nuevos cambios legislativos imponen normas más estrictas sobre reuniones y manifestaciones, aumentan las penas para los manifestantes, incluidas multas por bloquear calles, y simplifican los procedimientos de detención. En un momento en que las fuerzas del orden sacan por la fuerza a las personas de sus casas, coches y calles para detenerlas, esta enmienda resulta especialmente alarmante. Las protestas en curso representan un movimiento para impedir que el país se convierta en una cárcel.
Protestas en la avenida Rustaveli. Tiflis. 30 de noviembre de 2024. Foto: Mautskebeli
¿Peones equivocados o súbditos de la Historia?
El marco de referencia utilizado por los campistas a los que respondo presenta a los manifestantes locales como elementos corrosivos y a Georgia como un mero peón de las grandes potencias mundiales, describiendo al país como cautivo de estas fuerzas mientras ignora el dominio que ejerce sobre él un oligarca multimillonario. Este paradigma sugiere que la historia la hacen solo las grandes potencias y presenta a países como Georgia como espectadores ociosos, condenados a ser meros observadores pasivos de la historia. Por el contrario, una perspectiva contraria hace demasiado hincapié en la capacidad de acción de los países independientes y, a menudo, ignora las estructuras político-económicas mundiales que perpetúan el desarrollo desigual y limitan dicha capacidad de acción nacional. Ninguna de las dos perspectivas capta adecuadamente la complejidad de una realidad influida por dinámicas externas e internas. Aunque es innegable que la geopolítica importa, también lo hace el contexto histórico y político local.
En primer lugar, la perspectiva que describe a los manifestantes como peones descarriados que esperan ingenuamente ser salvados no reconoce el potencial político del contexto local georgiano. Los manifestantes forman parte de un movimiento profundamente arraigado en una larga tradición de lucha por la democracia y la independencia, y buscan solidaridad y aliados, no salvadores. En segundo lugar, dentro de las narrativas dominantes de los campistas, las relaciones entre Occidente y el Sur Global siguen siendo un tema teórico singular, incluso dentro de las críticas al occidentocentrismo. Occidente persiste como referente implícito en todos estos debates. Basándome en el marco de Dipesh Chakrabarty, sostengo que los comentaristas del imperialismo se basan en paradigmas que se presentan como universalmente aplicables, pero que a menudo se desarrollan sin tener en cuenta las historias y los imperios no occidentales. El hecho de centrarse en el imperialismo occidental como tema central de análisis refleja un sesgo teórico. Sin embargo, no propongo descartar las teorías universales, sino ampliarlas y refinarlas para que abarquen toda la heterogeneidad del mundo. Si esta carta estuviera dirigida a los georgianos, cuestionaría el sesgo opuesto que considera el mundo y las cuestiones sociales internas a través del prisma singular de las relaciones entre Georgia y Rusia.
La narrativa campista reconoce la «agencia» en el contexto de las tensiones entre Occidente y el Sur Global o de la competencia entre grandes potencias por las esferas de influencia, por lo que no capta las formas de agencia que quedan fuera de esta concepción tan rígida. Por ello, siguen etiquetando a los manifestantes como «elementos subversivos», «una minoría con el cerebro lavado» o «una masa instigada por los partidos de la oposición». Afirman que, sin «instigadores», los georgianos permanecerían pasivos, ajenos e inmóviles. La verdadera cuestión es: ¿cómo entendemos la agencia? ¿Es un mero sinónimo de resistencia a la dominación occidental o, como sugiere Saba Mahmood, una capacidad de acción moldeada y posibilitada por relaciones de dominación y subordinación históricamente específicas? Para comprender la naturaleza de las protestas en Georgia, debemos examinar las relaciones de dominación históricamente específicas del país.
El paradigma campista limita significativamente nuestra capacidad para comprender plenamente las aspiraciones, luchas y temores de los pueblos postsoviéticos. Los académicos que comparten puntos de vista similares sobre Ucrania han descrito este marco dominante como «imperialismo epistémico» e «interimperialismo», en el que Ucrania se analiza simultáneamente desde perspectivas tanto occidentales como rusocéntricas. A pesar de su aparente oposición, estos dos puntos de vista suelen confluir a la hora de entender el espacio postsoviético, reforzando una narrativa reductora que pasa por alto la agencia local y da prioridad a las potencias externas. Estos puntos de vista, que abarcan ideologías tanto de izquierdas como de derechas, tienen razonamientos diferentes, pero al final reiteran los debates dominantes sobre relaciones internacionales, que asumen que los Estados son actores racionales que navegan por un mundo hostil y se centran principalmente en garantizar su propia supervivencia. Paradójicamente, mientras esta perspectiva pretende presentar a Rusia como un actor racional, enmarcando sus guerras en los países vecinos como respuestas lógicas a amenazas externas, no concede la misma importancia a los intereses de los países periféricos. Estas naciones más pequeñas también pueden tener razones existenciales para aliarse con otras como respuesta racional a la amenaza física históricamente persistente que supone un imperio vecino. ¿Tiene derecho un país pequeño y periférico como Georgia a determinar su política exterior? La cuestión no es si estamos de acuerdo con las alianzas que elige ese país, sino si tiene el derecho fundamental a tomar esas decisiones o si, por el contrario, debe someterse a los caprichos de un imperio regional.
Sería ahistórico considerar la relación de Georgia con las instituciones europeas como un hecho aislado, desconectado de su contexto. El primer gobierno georgiano postsoviético, junto con otros países de la antigua Unión Soviética, rechazó unirse a la Comunidad de Estados Independientes (CEI), una asociación de países que antes formaban parte de la Unión Soviética. En 1991 estalló una guerra civil que provocó el derrocamiento del primer presidente de Georgia. En 1992, Georgia estaba bajo el dominio de caudillos y, en 1993, la guerra civil terminó tras la intervención de la Flota del Mar Negro del comandante ruso Eduard Baltin, a petición del segundo presidente, Eduard Shevardnadze. Shevardnadze se vio obligado a firmar un decreto sobre la adhesión de Georgia a la CEI, tras lo cual se desplegaron guardias fronterizos rusos en las fronteras estratégicas de Georgia con Turquía y en sus fronteras marítimas. A esto siguió un acuerdo, que nunca fue ratificado, para desplegar bases militares rusas en Georgia, lo que socavó gravemente su soberanía.
Sin embargo, a partir de 1996, el Gobierno georgiano intensificó sus esfuerzos por establecer relaciones con las instituciones europeas para reducir la presencia militar rusa en el país, hacerse con el control de sus propias fronteras y abordar dos conflictos enquistados sin resolver en Abjasia y Osetia del Sur. A pesar de estos esfuerzos, la retirada de las fuerzas rusas fue un proceso largo y difícil. Comenzó en 1999 con la firma del Convenio de Estambul, que resultó clave para la retirada de las bases militares rusas. Las últimas bases rusas se retiraron en noviembre de 2007. Apenas un año después, en agosto de 2008, estalló la guerra entre Rusia y Georgia, que supuso otra gran escalada. Las evidencias históricas demuestran que Rusia ha tratado de mantener sistemáticamente su influencia en la región, lo que supone una amenaza constante para la soberanía de Georgia, que ha acabado adoptando una postura defensiva como segunda naturaleza. Los partidarios del bando contrario afirman que Occidente ha enemistado a los georgianos con Rusia, pero esta conclusión se debe a que no tienen en cuenta la historia. El antagonismo político ha definido durante mucho tiempo las relaciones entre Georgia y Rusia, y el proyecto nacional moderno georgiano se ha visto moldeado por este antagonismo profundamente arraigado desde sus inicios.
El súbdito imperial está condenado a permanecer en guardia de por vida, temeroso de salirse de la línea. Salir deliberadamente de la «esfera de influencia» es un acto de desafío a esta subjetividad impuesta. Supone un movimiento hacia la desvinculación y la afirmación de la soberanía, que rechaza la autoridad de un vecino imperial que amenaza con intervenir constantemente. Aunque los comentaristas que abogan por la neutralidad sugieren permanecer «dentro de la esfera de influencia», la historia demuestra que las constantes posturas agresivas de Rusia distan mucho de ser mero «exhibicionismo». Como imperio contiguo, la Rusia zarista consideraba las regiones conquistadas como extensiones de su propio territorio y, por tanto, la disolución del imperio como una pérdida de sus propias tierras. Esto, unido a la negación por parte de Rusia de su pasado colonial y a su negativa a renunciar al dominio de la región, hace que el proyecto de independencia y descolonización quede incompleto y se vea atrapado en la espiral de la historia, situando a Georgia en un eje de poder distinto.
Manifestantes dispersados por el cañón de agua. Tbilisi. 29 de noviembre de 2024. Foto: Mautskebeli
Los expertos en neutralidad pasan por alto esta posición geopolítica distintiva, los antecedentes históricos y el contexto político, y sugieren que Georgia debería evitar alianzas geopolíticas que desagraden a Rusia. Sin embargo, esta postura es en sí misma poco neutral, ya que defiende permanecer dentro de la «esfera de influencia» de Rusia. Por el contrario, los defensores de la neutralidad durante el Movimiento de Países No Alineados de los años sesenta rechazaban la idea de dividir el mundo en esferas de influencia y abogaban por la independencia y la autodeterminación. Además, la neutralidad tiene dos condiciones específicas del contexto y de la potencia. En primer lugar, la neutralidad en ausencia de una amenaza inmediata por parte de una de las grandes potencias rivales difiere fundamentalmente de la neutralidad bajo la sombra de dicha amenaza. En segundo lugar, la neutralidad entre potencias de fuerza relativamente igual no es lo mismo que la neutralidad con un desequilibrio de poder significativo. El ejemplo de la relación gestionada de India con China es irrelevante para las repúblicas postsoviéticas, que carecen de la influencia o la igualdad con Rusia para adoptar una postura negociadora similar. El mundo moderno, ya sea en fases unipolares, bipolares o multipolares, nunca ha estado dividido en naciones igualmente poderosas o impotentes. El llamado «resto del mundo» nunca ha experimentado una vulnerabilidad u opresión uniformes, sino que existe dentro de jerarquías estratificadas de potencias anidadas. Mientras las naciones más poderosas compiten por el dominio en un paisaje multipolar de imperios, las demás buscan alianzas para contrarrestar a la potencia que les supone una amenaza más inmediata.
La narrativa campista que abordo ignora por completo los experimentos locales con la democracia y considera las protestas actuales como un caso más de «lavado de cerebro» por parte de la democracia liberal occidental. Mientras que la configuración actual del poder mundial da lugar al predominio de ciertos modelos de democracia, las protestas en curso pueden interpretarse como un indicador de que la aspiración de Georgia a la democracia tiene la capacidad de ir más allá de la mera imitación de los modelos establecidos. Nuestra memoria colectiva incluye varios experimentos democráticos, aunque incompletos, de nuestro pasado. Estas protestas tienen el potencial de abordar no solo la crisis local, sino también la crisis más amplia de la democracia, buscando formas de democracia polifónicas, emancipadoras y con base local, enraizadas en la justicia social y la igualdad económica.
Uno de los primeros experimentos democráticos en Georgia tuvo lugar entre 1902 y 1906 en la pequeña región de Guria, donde los campesinos se rebelaron inicialmente para reclamar sus derechos sobre la tierra y pronto exigieron impuestos progresivos, educación gratuita y obligatoria para todos, y libertad de expresión, prensa y reunión. Esta revuelta culminó con el autogobierno campesino, pero fue violentamente reprimida por las fuerzas de la Rusia zarista. El experimento democrático se reavivó cuando surgió la oportunidad de la independencia durante la Primera República Democrática de Georgia (1918-1921), dirigida por un gobierno de coalición de socialdemócratas georgianos. La Primera República, según los especialistas en derecho político Vakhtang Menabde y Vakhtang Natsvlishvili, se basó en el principio de la democracia directa. Los socialdemócratas ampliaron esta idea con el concepto de «democracia no intermediaria», un modelo centrado en la soberanía popular que se convirtió en el principio rector tanto de la Constitución como de la forma de gobernar. Este marco pretendía contrarrestar la concentración de poder en manos del parlamento y las clases dominantes, un desequilibrio que los líderes de la Primera República, como Noe Zhordania, criticaron por privar a las masas de oportunidades para participar e influir en la gobernanza. El poder político no recaía únicamente en el legislativo, sino que era compartido con el pueblo. Esta estructura permitía a los ciudadanos participar en la gobernanza y ejercer control sobre instituciones que operaban fuera de la jurisdicción de la mayoría parlamentaria. Un volumen recientemente publicado, editado por Luka Nakhutsrishvili, destaca que la Primera República fue un experimento verdaderamente polifónico y democrático. Pretendía alejar la soberanía de las clases dominantes y acercarla al principio de la soberanía popular. Así pues, la democracia en Georgia tiene una genealogía dual; históricamente, no se limitó a ser un instrumento que copiar. Por el contrario, evolucionó como un experimento único, impulsado desde la base y moldeado en gran medida por las luchas locales.
Zonas de sacrificio y miedo instrumentalizado: la mano soberana del autoritarismo en Georgia.
En respuesta a los campistas, también es necesario examinar cómo el Sueño Georgiano invoca y distorsiona conceptos como la soberanía para camuflar su consolidación autoritaria del poder. Los campistas presentan los recientes cambios legislativos como si estuvieran al servicio de los intereses nacionales de Georgia, equiparando a la élite política y económica gobernante con el pueblo. Para descubrir el propósito subyacente tras la apropiación de estas ideas por parte del Sueño Georgiano, es necesario examinar las implicaciones de las iniciativas legislativas aprobadas en 2024 en el contexto de los movimientos populares. La soberanía se ha convertido en una palabra de moda en la política internacional contemporánea, a menudo invocada y manipulada con fines divergentes. Es crucial diferenciar las diversas implicaciones ideológicas de la soberanía, ya que confundir su uso por parte de actores igualitarios con su apropiación por parte de poderes autoritarios antiigualitarios es engañoso y manipulador. Desde un punto de vista igualitario, la soberanía gira en torno a la capacidad del pueblo para influir en la política y la gobernanza económica mundial, lo que perpetúa el desarrollo desigual. Por el contrario, el Partido del Sueño Georgiano y otros Estados con trayectorias similares utilizan la retórica de la soberanía para monopolizar el poder en contra del pueblo. Su enfoque trata de restringir la influencia de las instituciones supranacionales, no en interés del bienestar público o de la capacitación democrática, sino para proteger y afianzar el dominio del capital controlado por unos pocos.
Poco después de la independencia, en la década de 1990, el régimen político del desorden permitió que unos pocos elegidos concentraran en sus manos la riqueza de la nación. La primera oleada de privatizaciones de activos nacionales tuvo lugar durante este periodo. Tras la Revolución de las Rosas de 2003, el recién formado Movimiento Nacional Unido aplicó reformas económicas neoliberales que, por un lado, estimularon el crecimiento económico general, pero que, por otro, no abordaron las bases del problema social georgiano, como el desempleo y la pobreza. Algunos lo denominan «neoliberalismo autoritario». El Gobierno siguió apostando por las privatizaciones durante la década de 2000 y, cuando Sueño Georgiano llegó al poder en 2012, ya no quedaba nada por privatizar, salvo la vasta cadena de montañas con sus ríos, que son depósitos de energía y ofrecen un gran potencial lucrativo. Siguiendo una trayectoria económica similar, el partido Sueño Georgiano ha intensificado recientemente las medidas autoritarias mediante cambios legislativos y violencia contra los opositores, capturando el Estado y monopolizando las instituciones gubernamentales bajo un régimen oligárquico. El régimen se ha centrado en la extracción y privatización de los recursos naturales para generar más riqueza. Sin embargo, para monetizar estos recursos es necesario silenciar a la disidencia y sacrificar zonas enteras.
La serie de leyes que amenazan la democracia y garantizan los intereses de la élite económica y política, aprobadas el año pasado, deben considerarse en el contexto de la consolidación absoluta del poder por parte de la oligarquía. Por esta razón, el Sueño Georgiano aprobó en 2024 la «Ley Offshore», que ofrece incentivos fiscales a las empresas offshore que transfieran activos a Georgia, eximiéndolas del impuesto sobre beneficios, el impuesto sobre la renta de las personas físicas, el impuesto sobre bienes inmuebles y los derechos de importación. Esta ley aumenta el riesgo de que Georgia se convierta en un canal para actividades de blanqueo de capitales, incluidas las de oligarcas rusos sancionados. El mismo Sueño Georgiano, que se ha opuesto a cualquier impuesto progresivo que beneficie a los sectores más pobres de la sociedad, adoptó apresuradamente esta ley, que impone impuestos regresivos en beneficio de los más ricos. Los datos muestran sistemáticamente que los países con una fiscalidad menos progresiva experimentan una mayor desigualdad económica. Esta desigualdad, a su vez, refuerza la desigualdad política, ya que las sociedades con marcadas divisiones económicas tienden a tener sistemas políticos moldeados por los intereses de los más ricos. En el caso de Georgia, esta dinámica ha permitido al principal oligarca en el poder ejercer una influencia desproporcionada, lo que ha dado lugar a políticas centradas en su propio interés, la consolidación del poder y el mayor enriquecimiento de unos pocos elegidos.
Protesta contra la violencia policial. Tiflis. 28 de diciembre de 2024. Foto: Mautskebeli
Otro texto legislativo que contribuye a la consolidación autoritaria del poder es la llamada Ley de Agentes Extranjeros, que obliga a las ONG, incluidos los medios de comunicación, que reciban más del 20% de su financiación del extranjero a registrarse como «agentes extranjeros». Sin embargo, no sólo sectores como la sociedad civil, la investigación y los proyectos para salvar vidas reciben financiación extranjera. La economía de Georgia en su conjunto depende en gran medida de la inversión extranjera directa, que a menudo implica la extracción de recursos y proyectos de desarrollo de infraestructuras que pueden requerir la creación de «zonas de sacrificio». En consecuencia, la Ley de Agentes Extranjeros no es una mera amenaza abstracta para la democracia de Georgia, sino que proporciona un mecanismo para criminalizar cualquier disidencia, incluidas las críticas a las políticas económicas perjudiciales. Por ejemplo, uno de los mayores movimientos sociales de base de la historia reciente, Salvar el Valle de Rioni, que se opone a las grandes centrales hidroeléctricas y fue financiado en su totalidad por ciudadanos de a pie, incluidos inmigrantes, ya ha sido tachado por el gobierno de «instigado desde el extranjero» debido a su apoyo por parte de organizaciones de la sociedad civil que trabajan en cuestiones medioambientales. El problema con la Ley de Agentes Extranjeros no es meramente «semántico», como sugieren algunos comentaristas de estudios sobre neutralidad, sino más bien un intento deliberado de deslegitimar movimientos como el Valle del Rioni. Sirve como herramienta para demonizarlos, silenciar sus voces y excluirlos del orden jurídico, político y moral.
Otro ejemplo de zona de sacrificio es la antigua mina de oro de Sakdrisi, donde la empresa rusa RMG obtuvo una licencia para realizar operaciones mineras. A pesar de la importante oposición de arqueólogos, expertos y la sociedad civil, el Ministerio de Cultura retiró el yacimiento de la lista de patrimonio protegido, lo que permitió a la empresa llevar a cabo voladuras en uno de los yacimientos más antiguos del mundo. Las investigaciones georgiano-alemanas han demostrado que los artefactos hallados en Sakdrisi datan del tercer milenio a.C., lo que la convierte en una de las minas de oro más antiguas del mundo. RMG propuso un compromiso: construir un museo arqueológico para albergar los artefactos encontrados durante las excavaciones mientras la empresa seguía extrayendo oro y obteniendo licencias adicionales para operar en los pueblos cercanos. La prioridad del gobierno georgiano a la hora de dar permisos para la minería de pozos ha provocado el sacrificio y la desaparición de pueblos enteros. Por ejemplo, en el municipio de Chiatura, las explotaciones mineras de manganeso han devastado la aldea de Shukruti. La mayoría de las casas del pueblo han sufrido graves daños y el terreno se ha derrumbado debido a la extracción excesiva, tragándose las casas y dejando a los aldeanos como testigos de la destrucción de sus hogares.
La promoción internacional de la democracia en la Georgia postsoviética se ha basado en una separación entre las esferas política y económica, arraigada en la idea de que las libertades y los derechos civiles pueden abstraerse de la igualdad social. Durante el gobierno del Movimiento Nacional Unido (2003-2012), esta disociación se hizo evidente al centrarse en la desregulación y las reformas institucionales, con escaso énfasis en la democratización de las esferas social y económica. Paradójicamente, los derechos laborales mínimos que tenemos actualmente no se modificaron como resultado de la presión popular, ya que los gobiernos suelen desatender las quejas de la gente, sino como parte del proceso de europeización. El gobierno georgiano tuvo que alinear su código laboral con las normas de la UE, como se indica en el Acuerdo de Asociación UE-Georgia de 2014. Como resultado, el nuevo Código Laboral se aprobó en 2020 en un contexto de condiciones laborales devastadoras, como la discriminación en el trabajo, las largas jornadas laborales, las muertes y las lesiones relacionadas con el trabajo. Este es otro ejemplo de cómo las normas internacionales del trabajo se utilizan para exigir derechos al régimen oligárquico local. Del mismo modo, activistas de base como Tsotne Tvaradze invocan estas normas internacionales para apoyar su argumento a favor del derecho democrático de la comunidad a participar en la adopción de decisiones sobre políticas que afectan a su entorno, como la privatización del desfiladero de Balda.
El concepto de «democracia soberana», una narrativa clave de los ideólogos del Kremlin, sirve a dos propósitos principales: consolidar gobiernos de tendencia autoritaria y, como sostiene Ivan Krastev, apelar ideológicamente al Sur Global a través de su aparente asociación con la soberanía antiimperial. Históricamente, la soberanía antiimperial ha desafiado las presiones internacionales que entraban en conflicto con los intereses del pueblo. En cambio, el «Sueño Georgiano» utiliza el discurso de la «soberanía» para proteger a la autoridad del escrutinio público y eludir la adhesión a los principios democráticos y la respuesta a las demandas del pueblo. Así, el autoritarismo del Sueño Georgiano es a la vez antioccidental y antipopular, impulsado por un profundo temor a la participación democrática del pueblo. En este contexto, oponerse al Sueño Georgiano equivale a oponerse al pueblo georgiano, lo que refleja la retórica de Rusia, donde la disidencia contra Putin se equipara a la disidencia contra la nación. Además, responsabilizar a los líderes del Sueño Georgiano se presenta como un ataque al propio pueblo georgiano. Esta fusión de los intereses del pueblo con los de la élite gobernante ofrece una versión domesticada de la democracia, una en la que «los pobres no pueden ganar». Esta versión diluida de la democracia, que pretende conciliar la desigualdad económica irreconciliable con los ideales democráticos, se ha convertido en un marco seguro y aceptable para la élite gobernante en la Georgia contemporánea, ya que deja intactas las esferas centrales de la explotación y la dominación. Las actuales protestas en defensa de la democracia tienen la capacidad de cuestionar esta disociación entre las esferas política y económica, ya que la verdadera igualdad política y la participación directa son herramientas esenciales para influir en los procesos políticos generales y también para abordar y transformar las arraigadas desigualdades socioeconómicas de la sociedad.
La sociedad georgiana tiene muchos motivos legítimos para sentir miedo en el mundo actual: miedo a quedarse sin trabajo, a perderlo, a la guerra, al desplazamiento forzoso y a la inseguridad sanitaria. Sin embargo, estos temores y agravios se ven eclipsados por el miedo a los derechos LGBTQI+, fabricado políticamente e instigado por el actual gobierno, junto con el miedo a la guerra. El movimiento antigénero es un fenómeno global que surge de la alianza de diversas fuerzas globales. Sin embargo, sus variantes locales suelen reforzar la narrativa de un Occidente «gay-friendly» frente a una Rusia «tradicional», utilizando la homofobia como arma al servicio del objetivo primordial de consolidar el poder del Sueño Georgiano. Mientras que la serie de iniciativas legislativas emprendidas por el gobierno en el último año amenaza la capacidad de los ciudadanos para participar e influir en los procesos políticos, el paquete legislativo aprobado el 17 de septiembre de 2024, dirigido contra los derechos y libertades de la comunidad LGBTQI+, pretende dividir aún más a la sociedad. Esta división se produce en un momento en el que la sociedad podría estar unida por un sentimiento común de miedo y vulnerabilidad que podría fomentar el apoyo mutuo y la solidaridad.
La legislatura dirigida contra los derechos LGBTQI+ puede interpretarse como una iniciativa polivalente que canaliza los temores socioeconómicos hacia las fobias sociales y redirige la ira de la élite gobernante hacia los grupos oprimidos. A través de la guerra cultural, demoniza a la UE en nombre de la «soberanía nacional», principalmente para suprimir la disidencia y la resistencia a diversas políticas antisociales, al tiempo que consolida su poder. El partido Sueño Georgiano refuerza la división cultural fabricada entre categorías totalizadoras, como el Occidente «gay-friendly» y el mundo ortodoxo «tradicional», tal y como promueven los defensores del Mundo Ruso. Estos marcados binarios sirven a los defensores del Mundo Ruso para insistir en la «igualdad» con las antiguas repúblicas soviéticas y para subrayar las diferencias culturales con Occidente. El discurso de la igualdad pretende equiparar los intereses de la potencia dominante con los de todos los «países postsoviéticos», ignorando las diferencias y la tensa historia de las relaciones con Rusia. Por último, insistir en la uniformidad cultural y crear una división civilizacional ayuda a Rusia a desviar la atención de la amenaza real de intervención que representa y redirigirla hacia una amenaza fabricada: la de sociedades «culturalmente diferentes». Un intercambio entre el jefe de las fuerzas especiales y un periodista ilustra cómo funciona este cambio de enfoque. Periodista: «¿Quieren ser gobernados por Rusia?». El jefe de las fuerzas especiales responde: «¿Quiere que le gobiernen los pedarastas (nda: término denigrante para referirse a los homosexuales)?». Una yuxtaposición similar se utilizó en Ucrania en 2015, cuando un diputado comentó que «es mejor tener un desfile gay» en Kíiv que «tanques rusos en el centro de la capital de Ucrania».
Aunque el partido Sueño Georgiano se apropia de conceptos emancipadores como soberanía, descolonización y paz al intrumentalizar los temores legítimos de la gente sobre el mundo en que vivimos, estos conceptos se reducen a cáscaras huecas cuando se les despoja de su ethos esencial. Por ejemplo, mientras que la descolonización pretende sustituir la explotación de la naturaleza por la unidad con ella y desmantelar las jerarquías entre humanos y no humanos, entre naciones y entre individuos, la «descolonización» que persiguen los regímenes autoritarios solo pretende ampliar su capacidad para perpetuar esas mismas jerarquías. Las protestas en curso tienen el potencial de devolver el sentido a estos conceptos y completar el proyecto inacabado de la independencia, lo que podría allanar el camino para establecer nuevas relaciones con la justicia, la libertad y la solidaridad. El movimiento de protesta en Georgia está arraigado en una doble temporalidad: por un lado, resistir al autoritarismo en el presente y, por otro, configurar colectivamente una Tercera República socialmente justa, igualitaria y democrática basada en la unidad.
Traducido por Juan González
Artículo original
Publicado orginalmente
el 13 de enero
de 2025
Maia Barkaia. Investigadora en historia del Cáucaso y Asia, especializada en género, trabajo artesanal, fronteras e historiografía de Georgia y Abjasia. Profesora asociada en el Instituto Georgiano de Asuntos Públicos (GIPA) y docente en la Universidad Estatal de Tiflis.